Jaime Sánchez Duarte
El papel del Estado en la sociedad y la economía: entre política, desarrollo y colaboración

Jaime Sánchez Duarte
Los gobiernos, además de garantizar servicios básicos como salud, educación, vivienda y seguridad, tienen la responsabilidad de promover una amplia oferta de oportunidades que favorezcan la movilidad social y la cohesión nacional. Al mismo tiempo, deben priorizar las actividades productivas e innovadoras, facilitando el tránsito hacia modelos económicos más resilientes e inclusivos.
Uno de los retos fundamentales es transformar la inclusión financiera: esta no debe limitarse al acceso al crédito de consumo —frecuentemente caro e improductivo—, sino orientarse hacia instrumentos financieros públicos y privados que estimulen la inversión, la innovación y el crecimiento. En este proceso, la banca debe comprometerse más activamente con los objetivos colectivos. El Estado, por su parte, tiene el deber de fortalecer una banca de desarrollo que encabece el financiamiento productivo. El simple crecimiento del crédito al consumo es claramente insuficiente.
El desarrollo sostenible exige rutas simultáneas y complementarias, entre ellas:
- El fortalecimiento del turismo y sus nichos de especialización, como el turismo de salud;
- La creación de centros regionales de innovación y tecnologías de la información;
- La integración de productos nacionales a las cadenas globales de valor con contenido local mínimo;
- El impulso de energías renovables como la solar y la eólica, donde México tiene una ventaja comparativa;
- La producción masiva de microalgas con fines bioenergéticos y de captura de carbono;
- La promoción de una alimentación saludable y con valor agregado, aprovechando la gastronomía mexicana;
- Y el fortalecimiento continuo de industrias estratégicas como la aeroespacial, automotriz y tecnológica, con programas mejorados de capacitación y formación profesional.
Instituciones educativas como los tecnológicos regionales, el IPN, la UNAM, universidades estatales y otros centros públicos y privados deben recibir mayores presupuestos e inversión en infraestructura, especialmente en equipamiento docente y laboratorios.
Política, conflicto y colaboración: disyuntiva del futuro
La humanidad se encuentra hoy en una encrucijada: guerra o colaboración. Esta disyuntiva definirá nuestro futuro inmediato. La guerra, cuando se impone, no solo es costosa en términos humanos y materiales, sino que arrastra consigo la pérdida de recursos, de oportunidades y de cohesión social. Frente a ella, la política —como negociación, diálogo y búsqueda de consenso— surge como el instrumento civilizatorio para dirimir los conflictos.
La actividad política, a menudo denostada, es consustancial al avance de las sociedades. La guerra implica violencia, exclusión del adversario y persecución del diferente. Este antagonismo lleva a visiones reducidas de la realidad y a la construcción de narrativas que culpan al otro de nuestras deficiencias. En cambio, la política, en su sentido más elevado, permite articular intereses diversos, construir legitimidad y avanzar hacia soluciones compartidas.
Al igual que se reconoce la necesidad de intervención gubernamental para el desarrollo, también es claro que la mala gestión de empresas estatales ha generado resultados desastrosos, especialmente cuando son dirigidas por políticos sin experiencia técnica. La cuestión no es si debe o no intervenir el Estado, sino cómo, cuándo y con qué profundidad hacerlo. Una política económica inteligente debe estimular y proteger el crecimiento de un sector emprendedor nacional —en particular el industrial— con capacidad de competir globalmente. Para lograrlo, se requiere inversión estratégica en infraestructura, educación de calidad y capacitación laboral.
La política económica efectiva debe reconocer que el liderazgo político tiene un poder transformador. La historia muestra que los grandes cambios sociales y económicos han sido guiados por dirigentes capaces de movilizar ideales y recursos hacia objetivos comunes.
En la práctica, las políticas proteccionistas —cuando son bien diseñadas— han sido herramientas clave para avanzar en el desarrollo. Las naciones han regulado sus aperturas comerciales de forma pragmática, utilizando aranceles, barreras no arancelarias e incluso medidas culturales para proteger sectores prioritarios y darles tiempo para fortalecerse y competir. Esta flexibilidad ha sido crucial para el éxito económico de muchos países.
Del mismo modo, los presupuestos gubernamentales reflejan los equilibrios de poder entre grupos sociales y económicos, mediados por representantes políticos. Lo mismo ocurre con los tratados internacionales, las reglas de la OMC o las directrices del Banco Mundial: son producto de intereses, ideologías y liderazgos que buscan fortalecer la hegemonía de ciertos países. Por ello, la política económica nacional debe partir de un reconocimiento realista de estas dinámicas.
Valores, propósito y progreso
El desarrollo no es solo una cuestión técnica o económica: requiere un marco de ideas, ideales y creencias compartidas que den sentido al esfuerzo colectivo. La ambición de progreso, de mejora material, de seguridad en salud, vivienda y empleo, debe apoyarse en valores que impulsen el ahorro, la inversión productiva y la responsabilidad intergeneracional.
Una sociedad que reconoce y recompensa el mérito —con responsabilidad social y ambiental— será más fuerte y sostenible que aquella centrada exclusivamente en el éxito individual y el consumismo. El modelo de progreso debe trascender el ideal mercantilista del individuo exitoso como única medida de valor. Debe incluir también justicia, equidad, sostenibilidad y comunidad.
Jaime A. Sánchez Duarte.